jueves, 1 de julio de 2010

Él y Yo

Nos conocíamos desde niños. Nuestras casas quedaban a dos otras casas de distancia, cruzando la calle. Nuestros padres eran amigos. Eso facilitó la consolidación de la amistad con el paso del tiempo. Íbamos a la misma escuela, compartíamos los mismo amigos en común, no era una ciudad muy grande la que nos rodeaba, pero era la ciudad suficiente para hacernos crecer. ¡Y de que manera! Fueron muchas las experiencias que vivimos y nos fabricamos en esa ciudad. Eramos tan unidos que incluso luego de salir de la escuela nos fuimos juntos a estudiar a la Capital. Yo, siempre inclinado por aprender de leyes y palabras, de cultura y sociedades, él, un poco más creativo y con mas facilidad de demostrarlo, se inclinaba por las artes: la pintura, la música y el teatro eran su pasión. Aunque eramos dos personas totalmente distintas, nos conocíamos muy bien y además no pensábamos tan diferente, a veces complementábamos la idea del otro, eso no era del todo bueno algunas veces, pero todo se superaba.

Cursábamos estudios en la universidad, yo de Derecho y el de Diseño, con algunas clases de música y pintando de vez cuando, conseguimos para vivir un apartamento doble bastante bueno para su precio. Él trabaja en una tienda de ropa, yo de mozo en un restaurante. El sueldo de los dos, más mis propinas y su bono, nos mantenían lo suficiente. Y pudimos alquilar el apartamento. Ya dejábamos de vivir en la residencia estudiantil para empezar a pagar, entre dos, el alquiler de un lugar decente para dos jóvenes inteligentes y vivos del interior en pleno apogeo. Lo bautizamos como La Cueva, y los fines de semana La Cueva era el mejor lugar para pasar el tiempo. Entre mis libros de leyes y los pinceles de él se podían ver vasos de cerveza, algunos porros compartían el cenicero con los cigarrillos, algunos salían del baño con la nariz blanca y otras bailaban de manera insinuante y lasciva recostadas de los muebles y las paredes. No se escuchaba nada por el volumen de la música, así que gritar era lo común. Era un ambiente de fiesta transgresor. El lugar perfecto para expiar toda una semana de leyes, o de matemáticas, o de psicología, o de medicina. Todos, por generalizar, pasaron alguna vez por La Cueva, sea a estudiar, a comer o a enfiestarse.

Entre la universidad, el trabajo y La Cueva, y todo lo positivo que esto generaba, transcurría nuestra vida en la universidad. Era difícil establecer una relación con alguna mujer, pues era muy fácil pasar de una para conocer a otra que quería la anterior. Eramos dos hombres a punto de graduarse, con una vida universitaria vivida en su esplendor. Yo me gradué primero que él, de hecho, dejó el diseño por un tiempo y se enfoco en la música y en la pintura, seguía trabajando en la tienda de ropa y yo ya había conseguido, por suerte y una ayuda extra de una buena amiga, un trabajo en un modesto buffet de abogados. Seguíamos viviendo en el mismo apartamento, pero las comodidades aumentaron. Así como también los intensos fines de semana y las relaciones nómadas. Él usaba su carisma y yo mi elocuencia para conseguirnos lo que propusiéramos. Juntos, éramos imparables.

Un día, luego de luchar por eso y de malabarear mi vida, conseguí una promoción en mi trabajo y además una oportunidad difícil de encontrarle algún reproche: Una pasantia en una oficina del buffet en un país, algo lejos del nuestro, por algún tiempo indefinido. Era la oportunidad que esperaba, pues el derecho internacional era mi área y tenía pensado, en algún momento futuro, considerar la escuela de la cancillería. Le comento la idea a él.

- Me parece genial. - me dice.

- También lo creo, es una buena oportunidad de conocer gente diferente y empaparme de cultura. Además, ya conseguí alguien que alquilé mi cuarto.

- Lo has pensado muy bien, entonces. - me dice, casi sorprendido.

- Sí - le contesto - no es de todos los días una oportunidad así.

- Pues que te vaya muy bien, hermano. Sé que todo saldrá muy bien.

ME da la espalda, y se mete en cuarto. Puedo oler la marihuana desde aquí. No estoy para fumar en estos momentos. Su actitud me deja confundido. Si bien no esperaba un gran festejo, tampoco esperaba tanta indiferencia. Decidí dejar el tema y no mencionarselo hasta días antes de mi partida.

Fueron días de distanciamiento, el estaba absorbido por su pintura y yo bastante ocupado con el buffet. Incluso los fines de semana ya La Cueva no era tan frecuentada. La mayoría de los fines de semana antes de mi partida la pasábamos fuera, separados más q juntos. Hablábamos cuando nos cruzábamos y rara vez nos sentábamos a charlar como antes. Estábamos, quizá, adaptándonos a la vida que pronto íbamos a llevar.

Llegó el día. Le digo que mi vuelo sale esa noche, que me gustaría que me acompañara al aeropuerto pues no sabía cuando lo iba a volver a ver.

- Tu y tu romanticismo. Bueno, yo tengo que salir. ¿Te parece si nos vemos en el aeropuerto?

- Si estas seguro de que llegarás.

- A que hora es tu vuelo.

- A las once de la noche.

- Seguro llego. Y llevaré a alguien que quiero que conozcas.

- Está bien, los espero. Lleguen con tiempo así tomamos un café.

- ¿Café? Yo llevo un buen vino, y me armo par de porros.

- Esta bien - le digo riéndome - me parece genial.

Son las 8 y estamos él y yo en su auto, un coche de segunda mano que se lo arrebató a un viejo cliente de su tienda de ropa que usualmente iba a La Cueva aquellos fines de semana, tomando una botella de vino mientras el olor de la marihuana inundaba todo y contándonos, como en los viejos tiempos, hasta las cosas más estúpidas acontecidas en nuestras vidas.

- Quiero que la conozcas - me dice pasandome el porro.

- Bueno, ¿pero vendrá al aeropuerto? ¿no le parecería extraño?

- ¡No!, no - me dice - sabe lo importante que es para mí que la conozcas.

- Bueno que se apure - mientras le doy el vino y fumo - en un par de horas toy montado en un avión a rumbo desconocido.

Estallamos en carcajadas. El vino, el humo y lo familiar de la escena nos hacía sentir unidos incluso más que en los últimos encuentros.

Se acabaron las botellas y faltaba una hora para irme.

- ¿Llegará? - le pregunto.

- Si está cerca, vamos, la encontramos adentro.

Llegamos justo cuando estaban llamando para abordar mi avión.

- Es mi vuelo.

- Esperemos diez minutos, por favor.

Lo complací. No llego. Viendo el reloj le manifestaba que ya debía irme. Lo abrazo. Le digo que estaré en contacto y que se cuide mucho. En medio de ese abrazo, miro hacia arriba para encontrarme con la mirada de una hermosa mujer morena, de mediana estatura, con unas hermosas piernas largas y un pelo negro que brillaba como sus ojos. Quedó sin aliento al verla. Veo que se aproxima a nosotros. Yo término mi despedida, le doy la mano a él y me doy vuelta para abordar las escaleras mecánicas.

- ¡Hey! - me grita - ¡aquí está!

- No puede ser - pienso, y me volteo.

- ¡Ella es María!

Y saludándome, esa mujer morena de ojos brillantes lo abraza, y me sonríe.

Yo, absorto en lo que esa escena, no hacía más que saludar mecánicamente con mi brazo. Aún no se si pude devolverle la sonrisa a María. Casi no recordaba que lo abrazaba a él, me quede mirándola fijamente a ella. Me fui feliz de que él no se quedara solo, pero pensando en la mujer que lo acompañaba. El recuerdo de su rostro y el olor que transmitía me hizo compañía el resto del viaje.

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Segunda parte del cuento corto - Nosotros y María -

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